martes. 14.05.2024

Asamblea de mujeres

Son las nueve y media de la mañana y el sol poco a poco va retirando la frescura de la madrugada que, en las sierras del norte cacereño, siempre suaviza el rigor veraniego y permite un dormir cómodo. Frente a la iglesia está el único bar del pueblo que aún se mantiene abierto todo el año, y en las sillas metálicas que permanecen en la terraza exterior están sentadas unas cuantas mujeres, la mayoría de bastante edad.

Son las nueve y media de la mañana y el sol poco a poco va retirando la frescura de la madrugada que, en las sierras del norte cacereño, siempre suaviza el rigor veraniego y permite un dormir cómodo. Frente a la iglesia está el único bar del pueblo que aún se mantiene abierto todo el año, y en las sillas metálicas que permanecen en la terraza exterior están sentadas unas cuantas mujeres, la mayoría de bastante edad. Ninguna espera que le sirvan, pues el bar no abre hasta las diez o más, según lo tarde que se cerrase la noche anterior. Están aguardando la furgoneta del pan, que tiene su primera parada allí. La panadería que hubo en el pueblo ya hace muchos años que se cerró, así que el pan lo traen de una tahona comarcal, tanto para este pueblo como para el que, más arriba, cierra el valle.

Yo vengo de pasear por entre las “pistas” de los pinares cercanos, al pie de los montes repletos de belleza gratuita, bordeando el Gómares y el campamento del padre Pacífico, y la ruta hacia mi casa me lleva a pasar por allí mismo. Parece como si estuvieran en una peculiar asamblea de mujeres de edad. Están charlando. Oigo que comentan el calor que, según el telediario de ayer, va a hacer al mediodía; una matiza: pues no creas, que aquí sentada, parece que corre algo más la marea. Conozco a casi todas estas mujeres y saludo a unas y a otras, a las más por su nombre. Pero hoy está también Rosario, digamos que se llama así, a la que no veía desde hacía tiempo.

Rosario está resucitando su juventud. Cuando yo era moza, recuerda, teníamos más de diez canteros en lo alto. Los atendían mis dos hermanas, que en las labores hacían de hombres con mi padre, y entre los tres bajaban en todas las cosechas unas cuantas cargas de patatas que daban para todo el año. Las cáscaras y las que se pudrían se las echábamos a los dos cerdos que engordábamos en la cochiquera. También cogíamos aceituna para endulzar y para moler, y una parte del aceite que se prensaba en el Molino de la Vega era para la casa. La otra la cambiábamos por harina a los castellanos, subiendo el puerto. Tampoco faltaba su poco de uva para cocer la pitarra, que nunca he vuelto a probar vino tan fino como el que hacíamos. Y así, y con las cabras que casi se cuidaban solas o con algún trabajo en el monte cuando contrataban a padre para la resina, íbamos trampeando la vida. La verdad es que en casa se vivió siempre con modestia, pero sin pasar apuros. Incluso a mí, como era la más pequeña, con una beca que me consiguió el cura y unas perrillas ahorradas, me enviaron a estudiar magisterio en Cáceres. Luego por estos pueblos anduve de maestra hasta que me jubilé. Hace poco murió mi marido y me quedé sola. Ahora tengo ochenta años, y ya me flojean las piernas, pero no hay día que no salga a pasear un poco, aunque solo sea para llegar hasta la Ermita del Cristo o la Fontanilla, para darle marcha a las piernas.

Entonces aquí había vida, pero hoy en día, ya ve usted, se dirige a mí, cada vez vamos quedando menos gente y casi no se sabe qué es de unos y qué de otros, pues la mitad de las fincas están abandonadas a la mano de Dios. Buscas un olivar y no encuentras qué digo las lindes, sino ni siquiera dónde está, porque están repletos de zarzales y retamas invadiéndolo todo.

Al tiempo que habla, pienso que no hace Rosario sino resumir en su discurso el drama de los pequeños pueblos de España y de nuestra tierra. Este grupo de mujeres representa a la Extremadura de la despoblación rural. La Extremadura del envejecimiento de muchos de sus pueblos. La Extremadura de modos de vivir que irremediablemente irán desapareciendo. La Extremadura de muchas viudas que se aferran a la casas donde vivieron desde que se casaron y que solo van a la ciudad cuando los hijos dejan de visitarlas o no les queda más remedio porque los años y la salud las traicionan.

Allí las dejo, en asamblea apacible. Sin embargo, mientras las escuchaba, me trasmitieron una sensación de poder sobrenatural (y no exagero), como si sus particulares historias personales hubieran acumulado en cada una de ellas tanta vida, tantos sentimientos y tanta experiencia, que a su lado me hacían sentirme seguro, protegido y en paz. Como si a través de ellas pudiese rozar la esencia de las cosas importantes.

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