miércoles. 24.04.2024

El imperio de la ley

La convivencia democrática, un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, el progreso económico y una digna calidad de vida configuran la esencia de una sociedad avanzada. Sin embargo, el imperio de la ley se encuentra en una situación que no puede ser calificada de óptima.

La convivencia democrática, un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, el progreso económico y una digna calidad de vida configuran la esencia de una sociedad avanzada. Sin embargo, el imperio de la ley se encuentra en una situación que no puede ser calificada de óptima. El imperativo del sometimiento a la ley y al Derecho de todas las Administraciones y de los más variopintos entes públicos no tiene plena virtualidad práctica. El ciudadano tiene la sensación, en muchos casos justificada, de su indefensión y abandono frente a los poderes públicos.

En este sentido, estamos asistiendo al fenómeno creciente de la degradación de la ley. El problema no es solo de inflación legislativa (legislación “motorizada”, “incontinente”, “desbocada”), ni tampoco la creciente complejidad normativa, sino algo más grave como es la proliferación desordenada de leyes oportunistas o coyunturales (leyes “desechables”, “en estado gaseoso”). La legislación se ha hecho cada vez más fecunda y se ha convertido en una ametralladora que dispara leyes sin cesar. La vieja idea de pocas leyes claras y estables ha dado paso a una sociedad inundada por una “marea” de leyes y de reglamentos. Cualquiera que sean los fines que pretendan tales normas no podrán conseguirse si es imposible conocerlas suficientemente.

A todo ello hay que añadir el descuido y la falta de calidad formal y material de las leyes. El legislador que regulaba los problemas de la sociedad mediante disposiciones muy pensadas y discutidas aportando argumentos y razones que modulan el contenido de la norma brilla por su ausencia. En consecuencia, ha desaparecido la sabia lentitud, “la sage lenteur”, de los parlamentos deliberantes en el estudio y preparación de las leyes.

En la actualidad, la ley es, sobre todo, una ley-medida (“massnahmegesetz”) que más que definir un orden abstracto de justicia con valor normativo y vocación de permanencia lo que pretende es resolver un problema concreto con una medida singular bajo la apariencia de una norma abstracta. Así, por ejemplo, la Ley para el desarrollo sostenible del medio rural “regula” el programa, las acciones y las medidas para el desarrollo rural sostenible. El legislador actual se ha convertido en un sujeto “reactivo” que emplea la ley como respuesta apresurada a los estímulos “mediáticos”. Con razón se ha afirmado que vive prisionero de la tiranía de lo simbólico: tiende a creer que la vivencia pública del problema solo puede ser contestada mediante un acto simbólico público, y ese acto público es con desafortunada frecuencia la improvisación de una nueva ley. Así, en el marco de la llamada democracia “mediática” las elecciones se presentan como el escenario propicio para una exhibición de política de oportunidad “ofertando” futuras leyes que se configuran como respuestas al elenco de problemas reales o imaginarios. Lo que importa no es tanto el texto de la futura ley como lo que se dice de él. No se trata de hacer Derecho, sino de hacer markenting político, de ser, o parecer, más eficaz, más imaginativo y más dinámico que los adversarios políticos. Lo mismo se puede decir de los ya celebres “observatorios”, “consejos”, “comités”, “mesas” o “pactos” que desembocan, como no, en un ramillete de propuestas de reformas legislativas. Al final estos procesos se saldan con un continuo y caótico asalto al ordenamiento jurídico. De este modo, la acción política toma la forma de “gesticulación legislativa”. Y ya nos gustaría a los ciudadanos que nuestros problemas se solucionaran por la sola gracia del verbo legislativo.

Por ello, frente a esta situación debe recuperarse el concepto de la ley como instrumento político y como garantía de los derechos de los ciudadanos. A través de la misma se enuncian los principios rectores de nuestra convivencia y el legislador muestra a la sociedad las líneas fundamentales de su voluntad política y la capacidad para organizar la convivencia y asegurar su prosperidad. A ello contribuirá la necesaria mejora de la técnica legislativa entendida como conjunto de conocimientos encaminados a mejorar la composición, redacción y calidad de las leyes (“bill drafting”).

Y, para terminar, hay que referirse a otra quiebra del imperio de la ley, la falta de control efectivo de la actuación administrativa. En sede de principios, el sistema funciona: los Jueces y Tribunales controlan a las administraciones públicas que están obligadas al cumplimiento de las resoluciones judiciales. Pero, qué sucede en la práctica: ¿se cumplen las sentencias? ¿se ejecutan en sus propios términos? ¿colaboran las administraciones?. Desgraciadamente, el panorama que ofrece la realidad es bastante desigual. No es infrecuente que la administración no solo no colabore en la ejecución sino que apruebe actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos judiciales con la única finalidad de eludir su cumplimiento. Incluso, se están extendiendo una serie de prácticas poco apropiadas como la modificación “a la carta” de las leyes o los acuerdos entre administraciones con el objeto de consolidar la correspondiente actuación administrativa “anulada” por los Tribunales.

Una cultura administrativa que proscriba de modo efectivo la arbitrariedad, la discriminación y los privilegios debe establecerse. En definitiva, el imperio de la ley garantiza nuestra libertad e igualdad y proporciona el marco de seguridad que necesita cualquier sociedad para desenvolverse. No puede haber ni zonas oscuras ni zonas exentas de la legalidad. La lucha contra las inmunidades del poder debe continuar.

El imperio de la ley